Nosotros, casi siempre respetuosos con las normas que nos vamos imponiendo continuamente —convencionalismos la mayoría, unas costumbres sociales sin base lógica suficiente—, sufrimos en raras ocasiones como un impulso de súbita rebeldía que nos obliga a hacer algo levemente anómalo, casi siempre para estupefacción de los presentes, que suelen ser conocidos que nos tienen por gente de intachables rectitud y sentido del decoro (y nos ven así gracias a que, como digo, los episodios son infrecuentes, o lo son por lo pronto). No me refiero a que cometamos infracciones o delitos, hasta la fecha ningún miembro de mi familia ha tenido roces con la ley, hablo de alguna excentricidad que, aunque pueda resultar intolerable en medio de un entorno de formalidad, no conlleva grandes repercusiones, quizá solamente que tengamos que cambiar de vida o de contactos para no empañar nuestra cuidada imagen. Uno de los más notorios fue el caso de mi tío Ernesto, un prestigioso doctor en Historia Europea por
29 de noviembre de 2010
Una rara y hereditaria condición
4 de octubre de 2010
Opiniones enfrentadas
Parece que para convertir a alguien en un enemigo, basta con que le llevemos la contraria. Hoy parece que nadie tolera nunca opiniones enfrentadas, a los oradores se les dispara enseguida una alarma en el cerebro, se revuelven en sus asientos y balbucean argumentos miles hasta que su público queda hastiado y se esfuma y se quedan ellos rumiando con la mente las mismas explicaciones que han caído en saco roto. Es frecuente que pierdan los papeles, como si a los seres humanos nos hubiera quedado como un reflejo, una respuesta estereotipada y automática por la cual percibimos como enemigo a todo aquel que nos contradiga, y se interpreta que es una amenaza o afrenta no ya toda réplica que los ponga en entredicho, sino cualquier matiz que se quiera aportar a un discurso casual. No, no se puede estar en desacuerdo con nadie sin ponerlo nervioso y aun iracundo, hay que andar con pies de plomo, como si las opiniones fueran armas o insultos que se nos puedan escapar, como si fuese de mal gusto tener el criterio contrario o sólo diferente y tuviera uno que guardárselo siempre para no ser visto como un bronco agitador. Por supuesto que también los hay de este tipo: gente que encuentra el más alto placer despreciando y ridiculizando a cuantos oyen para calmar sus crueles ansias de dominación y sentir cómo sus iguales se vuelven corderos sometidos, personas con un gusto morboso por la discusión vehemente (que nunca se permiten “perder”, tal es su vanidad), gente que es incapaz de contenerse y no transformar cualquier debate en un acalorado enfrentamiento en el que ya nadie escucha nada ni quiere llegar ya a ningún acuerdo ni conclusión, en el que sólo cuenta quién tiene la última palabra y quién se impone a quién. Es la misma intolerancia, el mismo germen violento, aquí sí se detecta la intención gratuitamente provocadora. El relativismo que nos ha infectado lo reduce todo a una lucha de titanes inamovibles, donde el único logro posible es acabar la discusión sin haber reconocido al interlocutor ni la más mínima y evidente de las afirmaciones, habiendo sido lo más despreciativos y lo más sordos y tercos que se pueda. Llegados a este punto, he visto que muchos optan por guardar un silencio indefinido, todo lo conceden, y hacen como si estuvieran en misa asintiendo con la cabeza ante el sermón del cura. Parece que no les queda otra opción a estos hombres de paz, pero qué triste es que ya no podamos hablar de nada sin desatar la cólera visceral o sin provocar a algún fanático. Sólo es hablar, pero hablando ya no se entiende la gente, parece que estuviéramos en el Congreso, los políticos han debido de transmitirnos esa enfermedad de sofistas (pero en política son las reglas del juego, nadie pretende moverse de su sitio, lo cual hace que toda argumentación se vuelva inútil). O quizá es que nunca un pueblo estuvo mejor representado como lo está por los diputados, y seguimos viviendo como en los años treinta, hablando como si al hablar nos hiciéramos de nuevo la guerra fraticida.
18 de septiembre de 2010
La existencia es como situarse entre dos espejos enfrentados. Es fascinante observarse a uno mismo repetido mil veces hasta donde alcanza la vista. Sabemos que por lejos que miremos, siempre habrá otra imagen subsiguiente, sabemos que la fila india no tiene principio ni final; y la muerte está quizá en límite donde nuestro último yo roza el infinito.
26 de agosto de 2010
12 de julio de 2010
Brooklyn
Pero cuando me hablas habrás de saber que tu voz tiene que abrirse camino en un concierto multitudinario que resuena en mí. Repentinamente me miras, y el coro se apacigua para dejarte hacer tu soliloquio, your thing, y asumes un momento el peso de la obra que ahora se decide a acompañarte, a tenderte unos acordes sobre los que navegar libremente. Cada uno de tus susurros llega montado sobre una ola de mis pensamientos: por qué otra vez me miras de esa manera, qué te lleva a hablarme de esto ahora, quieres que vuelva a acordarme de las mismas cosas en que tú pensabas hace un rato acodada en la vereda, esas imágenes comunes que ya van siendo frágiles y pesadas y queremos rescatar, pero que ya se están borrando para mi escándalo. Pero cómo puede borrarse un rostro si antes era como una fotografía preciosa que guardábamos celosamente detrás de los ojos, cómo puede algo desaparecer tan sencillamente si por lógica nada cambia y todo es tan perpetuo como el álgebra o la gravedad —yo siempre te hablaba con la lógica de los ojos cerrados, pero también era verdad lo que decías cuando, en un arrebato de empirismo, me señalabas una cana y me contabas aquello de que nunca se bebe dos veces del mismo río, que si Heráclito, que si una noria…—, y cómo puede ser que nos hayamos quedado así con los pies pegados al suelo y oteando el horizonte, murmurando lo de que allí sigue el tren cada vez más lejos, lo de que aún se ve un poco el humo de la locomotora que tiraba de nuestra vida de antes. Sigues hablando y me alcanzas un poco de ese humo, y también la certeza de que en aquel entonces nunca me hablabas así, o sólo lo hacías por escrito para que no se dijera, pues qué férreas se hacían las cadenas de la gente que nos miraba en una época en que siempre le dábamos importancia a todo, cómo nos habían anquilosado con torpes indicaciones de “cómo se ha de vivir”, qué frío era aquel hielo que nos había petrificado a cada uno en un lado de la ciudad; y yo maldiciendo los tejados que se contaban hasta el tuyo, conviviendo con posos de café y papeles fastidiosos, cada vez más papeles que estudiábamos callados en nuestros cuartos todo el tiempo mientras se amontonaban y nos sometían; y eso era la responsabilidad: pensar en esos papeles en lugar de pensar en que te había encontrado muy callada esa mañana, o en lugar de escribirte. Por supuesto que lo hacía de todos modos con incansable apego, porque furtivamente tu nombre se colaba entre esos papeles y entre mi ropa y me hacía perder el hilo de todo. Yo entonces estaba como ido, me planteaba un rompecabezas recurrente cuyas piezas iban transformándose cada vez que me aproximaba a una solución, y esta solución unas veces consistía en la imagen de tus pasos bajando las escaleras para recibirme, pero otras veces era que te reías con algo que yo no podía ver y te perdía la pista.
Mucho después un gigante se armó de un colosal pico para hacer volar en pedazos nuestra vieja conocida torre de Babel, y entonces empezamos a hablar el mismo idioma, y ahora ya sí, ya puedes mirarme y hablarme porque por fin nos hemos entendido, por fin la orquesta ha elegido el mismo tono que tus palabras, y creo que a eso lo llaman armonía, y creo que en algún momento tuvimos que intuir que en eso estaba la belleza. Pero fíjate cómo vuelvo con la música otra vez, siempre tocábamos el mismo tema, siempre la música, siempre Brooklyn, siempre los libros y siempre las películas, siempre todas las distracciones posibles para que no hablaras de ti misma o de si todo aquello estaba bien, de si nos gustaba estar apenas rozándonos con la punta de los dedos mientras algo intentaba alejarnos a rastras. Me exasperaba ese diálogo de vecinos que coinciden en el ascensor, ese saludo impersonal como de ejecutivos de chaqueta y corbata, esas fórmulas para calzarnos dentro de lo corriente; la sangre se me helaba y tenía que alejarme y dedicarme a otros asuntos con la cabeza gacha y pensando: de qué ha servido tanto rompecabezas, no sé escudriñar en tus gestos, no puedo leerte entre líneas, no sirve de nada este terco insomnio si no voy a dar con la frase que me falta esta noche. Después, un día cualquiera, me topaba con tu firma en el buzón y comprobaba que estaba como mojada, y a una centena de tejados de distancia era como verte despertar de un mal sueño con el corazón acelerado y buscándome en la sombra, comprobando a tientas que yo seguía allí para que me hablaras; y había que enjugarte la frente para que te durmieras, y repetirte lo que leíste un día que te había parecido tan hermoso: aquello de que volabas a tal altura en tu avioneta que incluso llegabas a mirar las estrellas por debajo de ti. Sin duda te habrás acordado de eso antes en la vereda cuando me señalabas las constelaciones, y también ahora cuando te pido que continúes, ahora que has querido devolverme aquel humo del horizonte, esta fotografía que para mi escándalo se está borrando detrás de los ojos con lentitud e inexorablemente.
2 de junio de 2010
Es horrible el fuego. Cada árbol que se quema también acerca las llamas a su vecino, y así es a la vez el fin y el medio, la víctima y el cómplice del aire asesino. A veces el viento sopla con fuerza, aviva las llamas y agita las copas de los árboles; y una nube de hojas y ramitas incandescentes sale volando hasta otro lugar del bosque, algo como un enjambre de bichos endemoniados de color rojo y negro, los propagadores de la muerte, los agentes de la metástasis. Qué enfermedad fatal. Qué dorada y cálida epidemia de calcinación.