3 de diciembre de 2011

6. El peso de la prueba no recae sobre el negacionista, son los que afirman los que han de demostrar.

15 de noviembre de 2011

Hay una cosa que se llama tiempo, Rocamadour, es como un bicho que anda y anda; acaso sobre nuestra piel, dejando marcas que tan sólo la muerte habrá de borrar, como al resto de nuestro cuerpo. Hay una cosa que está en todos nosotros, una flecha que sólo se dirige hacia delante y que nos atraviesa el pecho cuando volvemos la mirada hacia detrás, hacia el pasado, hacia una estación que se va alejando rápidamente mientras somos llevados por un tren vertiginoso al que no quisimos subirnos. Nosotros preferíamos quedarnos en la estación, en esos lugares donde habíamos enloquecido, donde el mundo era estable o al menos cíclico, donde los días se tejían con algún material precioso que debió de evaporarse sin remedio, donde la juventud bullía y nos sentíamos exultantes y llenos de inocente júbilo, donde imaginábamos todas las diferentes vidas que eran aún posibles, e ingenuos hacíamos planes para un futuro que no llegaría o que sería demasiado diferente de como habíamos aventurado; donde la niñez era un cuento recién relatado y la edad adulta una promesa por cumplir, o la tierra donde mana leche y miel; donde, en fin, aún teníamos expectativas y sueños a la espera de recibirnos mañana.

22 de octubre de 2011

—¿Qué opinas?
—Que puede que haya en ella un conflicto. Creo que tiene muchas ganas de sentirse diferente, pero en el fondo no sabe muy bien cómo ha de ser ella, a la hora de la verdad está totalmente perdida. Y claro, desdeña a veces los estereotipos de la feminidad, porque siente fuertemente que en eso no puede consistir su persona, que tiene que ser otra cosa. Pero después, cuando no sabe con qué llenar ese hueco, sucumbe a la presión social y termina cediendo y siendo como la sociedad le pide que sea. La gente percibe este conflicto, y por eso en ella todo parece tan antinatural, tan forzado o fingido, y eso nos causa rechazo. En cambio, tú te sientes muy cómoda dentro de la forma de ser y de vivir que has elegido, porque inexplicablemente apenas te la cuestionas; y aparentas una fuerte serenidad y seguridad en ti misma; vives en un acuerdo categórico con tu propio ser, y eso a los demás nos resulta fascinante. Aun así, tampoco creo que seas tan cristalina. A veces sí que puedes ser contradictoria, y hasta desconcertante.

14 de octubre de 2011

Se acomodaba en aquel sillón que tenía pegado a la ventana, y allí se pasaba horas observando y anotando todo lo que sucedía afuera, sin apenas mirar la libreta. Trataba de registrarlo todo con suma obstinación: el vuelo de los pájaros, la forma de aquella nube, el color y marca de cada coche que pasaba por su calle, el aspecto y vestimenta de cada transeúnte, los detalles de la acera, los círculos que la hojarasca trazaba cuando soplaba el viento. La tarea lo agotaba, pero trabajaba sin descanso porque no quería dejar escapar nada. Si el día era tranquilo, entonces podía concentrarse más en los detalles y escribir con mayor precisión. Si el mundo un día lo ametrallara con una manifestación, por ejemplo, no podría dar abasto y se sentiría frustrado. Con suerte sólo podría conseguir contar el número de personas que se reunieron para caminar y gritar, pero nunca estaría seguro de haber contado bien, no tendría tiempo para anotar el contenido de cada pancarta ni las veces que cada una de las personas gritó o tocó su silbato.
Pero por suerte vivía en un barrio tranquilo y aún no se había topado con algo así. Su casa era una de esas con un jardín muy pequeño, situada entre muchas otras casi idénticas. En conjunto, las casas conformaban un bosque cuadriculado y homogéneo que se extendía hasta donde llegaba su corta mirada desde la ventana. Como no podía permitirse alejarse de la casa, todo lo básico lo tenía muy a mano, y pagaba a un jovencito para que le comprara alimentos en el ultramarino. Si precisaba de algo más sofisticado que una barra de pan o algo de fruta, lo encargaba a domicilio. Había aprendido a vivir como un anacoreta, evitando siempre cualquier tarea que le supusiera perder la vigilancia de la calle. Había instalado el inodoro al lado de la ventana, cuidándose de que no se viera desde fuera. Una vez al día se daba unos minutos para archivar los datos de la jornada a toda velocidad. Se había acostumbrado a dormir muy poco, imponiéndose un régimen estricto por el cual recortaba progresivamente las horas que debía dormir. Los vecinos sospechaban que tenía agorafobia, y que por eso se enclaustraba mirando por su ventana aquella calle que no pisaría salvo por extrema necesidad. A él le gustaba pensar que observaba la calle como un científico o un documentalista, registrando sin intervenir ni alterar nada; buscando la verdad por la verdad, y por eso trataba de que no se le viera desde fuera. Cualquiera de la calle cambiaría su comportamiento si se sintiera observado. Debía ser un ojo invisible si no quería falsear sus datos.
Aquella vez, cuando llegó la noche, no pudo echarse esa breve cabezada en que se había transformado su sueño diario poco a poco. Aunque estaba agotado, no pudo resistir la tentación de seguir describiendo el murmullo del viento y el repiqueteo de la lluvia sobre los tejados. Por fortuna no tronaba, pero se iba fijando en otros detalles del espectáculo que era la tormenta. Era fascinante ver cómo iban creciendo los charcos mientras un incansable chorro de agua caía sobre ellos e iba formando en sus superficies una suerte de bultos puntiagudos y socavones y ondas que duraban un instante, se mezclaban y cambiaban de forma. Después el viento arrancaba de aquella superficie fluida un millón de gotas que volaban y se confundían en la oscuridad, o bien reflejaban la luz blanca de las farolas como si fueran un puñado de diamantes que se arrojan. Se emocionó de ver todo aquello y no pudo cerrar los ojos ni pensar en nada más. El corazón le latía con fuerza y no paraba de escribir, llenando una página tras otra con nerviosa caligrafía. La noche duró para siempre, que no la tormenta, porque la muerte vino a llevárselo en aquel momento, sin duda el más glorioso y bello de su corta existencia. Dejaba tras de sí una montaña de manuscritos sin interés alguno para nadie, una unifamiliar que se puso en venta, y la indiferencia de aquel mundo que trataba de aprehender a toda costa y que se olvidó pronto de que había existido alguien como él.

11 de septiembre de 2011

Entre el día y la noche

Atardece y me preguntas
qué hay en ti de atardecer,
cómo eres playa y mujer,
esa culpable presunta
de herir a un sol que se ayunta
con este mar de cristal,
sol tan ávido de umbral
que, con su último temblor,
se convierte en el pintor
de esta tarde en el final.

Blanca la mano que mece
las aguas de la ceniza
donde este sol agoniza,
donde ante ti comparece,
helado como otras veces
por tu corazón de nieve,
corazón blanco y tan leve
que una sola palabra mía
pronunciada lo mancharía:
calle mi boca si debe.

Rojo allí en esa frontera
derramada y confundida
entre la noche y la vida,
entre el día y "la postrera...",
La esperanza traicionera,
ni cobarde ni valiente,
ocurre que a veces miente:
no es sino un oscurecer
disfrazado de tu ser,
que nos aguarda impaciente.

Dorado quebrando el cielo,
estallido cegador,
abriga el viento un candor
en su presuroso vuelo,
y así embriaga todo anhelo.
Esta vida es un momento,
todo es efímero y siento
que todo debe cesar,
el techo se ha de voltear,
se apague el astro y el aliento.

Azul como este nadar
entre sueños encallados,
murmullos de mi costado
que el agua habrá de callar
para que oiga ecos de mar,
las voces del vasto vacío
cuyo cuerpo ahora uno al mío.
Nada soy si no es en ti,
nunca en vida distinguí
río en mar, ni lluvia en el río.

Yo tan día, tú tan ocaso,
tú mi mar y mi deceso,
descansen allí mis huesos
en este horizonte raso,
hallen luz, tu paz acaso,
que vendrá la noche luego
para que vuelva aquel juego
en que contabas estrellas,
yo ya insomne y tú tan bella,
mi dolor, mi aire, mi apego.

No despertará otro día
en esta noche por densa,
me cubrirá tan extensa
como el mar que la traía.
No entrarán por celosías
ni blanco, rojo o dorado
ni azul, los ojos cerrados.
Te encontré y ya no te vi,
y te abracé y me extinguí,
y fui sombra y fui pasado.

31 de agosto de 2011

Sobre la filosofía

Los conceptos de la vida y del mundo que llamamos filosóficos son producto de dos factores: uno está constituido por los conceptos religiosos y éticos heredados; el otro, por el tipo de investigación que se puede denominar científica, empleando la palabra en su sentido más amplio. Algunos filósofos han diferido ampliamente respecto a la proporción en que esos dos factores entran en su sistema; sin embargo, es la presencia de ambos la que en cierto grado caracteriza a la filosofía.
“Filosofía” es una palabra que se ha empleado de muchas maneras, unas veces en un sentido amplio, otras en uno más restringido. Quiero usarla en sentido muy amplio, tal como intentaré explicar a continuación.
La filosofía, conforme a mi interpretación de la palabra, es algo que se encuentra entre la teología y la ciencia. Como la teología, consiste en especulaciones sobre temas a los que los conocimientos exactos no han podido llegar, pero, como la ciencia, apela más a la razón humana que a una autoridad, sea ésta de tradición o de revelación. Todo conocimiento definido pertenece a la ciencia —así lo afirmaría yo—, y todo dogma, en cuento sobrepasa el conocimiento determinado, pertenece a la teología. Pero entre la teología y la ciencia hay una Tierra de Nadie, expuesta a los ataques de ambos campos: esa Tierra de Nadie es la filosofía. Casi todos los problemas que poseen un máximo interés para los espíritus especulativos no pueden ser resueltos por la ciencia, y las contestaciones de los teólogos ya no nos parecen tan convincentes como en los siglos pasados. ¿Está dividido el mundo en espíritu y materia? Y suponiendo que sea así, ¿qué es espíritu y qué es materia? ¿Está el espíritu sometido a la materia o se encuentra poseído por fuerzas independientes? ¿Tiene el universo unidad o finalidad? ¿Está evolucionando hacia una meta? ¿Existen realmente leyes de la naturaleza, o creemos solamente en ellas por nuestra innata tendencia al orden? ¿Es el hombre lo que le parece al astrónomo, a saber: un minúsculo conjunto de carbono y agua, moviéndose impotentemente en un planeta pequeño y de poca importancia? ¿O es lo que le parece a Hamlet? ¿Acaso las dos cosas a la vez? ¿Existe una manera noble de vivir y otra baja, o son todos los modos de vida meramente fútiles? Si hay un modo de vida noble, ¿en qué consiste, y cómo lo realizaremos? ¿Debe ser eterno lo bueno para merecer una valoración, o vale la pena buscarlo, incluso en el caso de que el universo se moviera inexorablemente hacia la muerte? ¿Existe la sabiduría, o lo que parece tal es solamente un último refinamiento de la locura? Cuestiones como éstas no encuentran contestación en ningún laboratorio. Las teologías han alardeado de dar respuestas, todas demasiado determinadas, pero precisamente su seguridad hace que el espíritu moderno las mire con recelo. El estudio de estos problemas, aunque no alcance sus soluciones, es la misión de la filosofía.
Pero, ¿por qué —se podría preguntar— perder el tiempo en problemas tan insolubles? A esto puede responderse como historiador o como individuo que se enfrenta con el terror de la soledad cósmica.
La contestación del historiador, en la medida en que yo la puedo dar, aparecerá en el transcurso de esta obra. Desde que el hombre ha sido capaz de la especulación libre, sus actos —en muchos aspectos importantes— dependen de sus teorías en cuanto al mundo y a la vida humana, en cuanto al bien y al mal. Esto es tan cierto hoy como en cualquier tiempo anterior. Para comprender una época o una nación, debemos comprender su filosofía, y para eso tenemos que ser filósofos nosotros mismos hasta cierto punto. Hay una conexión causal recíproca. Las circunstancias de las vidas humanas influyen mucho en su filosofía, pero, viceversa, la filosofía determina las circunstancias. Esta acción mutua en el curso de los siglos será el tema de las páginas siguientes.
Sin embargo, hay una contestación más personal. La ciencia nos refiere lo que podemos saber, pero lo que podemos saber es poco, y si olvidamos cuanto nos es imposible saber, nos hacemos insensibles a muchas cosas de máxima importancia. La teología, por otro lado, trae una creencia dogmática, según la cual poseemos conocimientos donde, en realidad, somos ignorantes, y por eso crea una especie de insolencia atrevida respecto al universo. La inseguridad, llena de grandes esperanzas y temores, es dolorosa, pero hay que soportarla si deseamos vivir sin tener que apoyarnos en cuentos de hadas consoladores. Ni se deben olvidar las cuestiones que plantea la filosofía, ni persuadirnos de que hemos encontrado respuestas definitivas a ellas. Enseñar a vivir sin esta seguridad, y sin estar, sin embargo, paralizado por la duda, es acaso el principal bien que la filosofía en nuestra época puede aún proporcionar al que la estudia.

Bertrand Russell

23 de agosto de 2011

He vivido en lóbregos castillos de acero,
buscando terco en el silencio un alarido.
Bajo la mirada torva de cien mil lunas
perseguí la albura infantil de los esteros,
hallé entre chamizos de un roble malherido
gélidos fuegos que no emiten luz alguna.

Hundí mis brazos en océanos de piedra,
volé en las cumbres de rodillas en el suelo,
viví en las sentinas con máscaras sin nombre,
amarré un cometa con maromas de hiedra.
Afuera aullaban teléfonos sin consuelo,
dentro el desagüe engullía el suero de un hombre.

Vi llover desde el balcón de un templo en el cielo,
y a grullas de papel volar desde unos labios
para quemarse en el rubor del horizonte.
Seguí los pies descalzos que hollaron el hielo,
y las sendas de la tez cetrina de un sabio,
que son como arroyos de ceniza en los montes.

He despertado en el sepelio de los astros,
sobre un universo en que ha caído el telón,
para bajar al valle ya sin más cadenas,
para unirme a la procesión que escucha el rastro
de la risa de un payaso ante el paredón;
para hundir mis dedos en cabellos de trena,

besar el agua tibia que la playa llora,
clavar en la lengua la espina que ha brotado
en el crisol que me espera al amanecer,
como espera al viajero la tierra que añora.
Voy al encuentro de mis días aplazados,
voy a laberintos que están por recorrer.

18 de agosto de 2011

Sueño número 8030

Acababa de llegar a la ciudad con mi pesada mochila a la espalda, y cuál fue mi asombrosa suerte, que antes de que fuera consciente de haberla conocido me vi paseando con una preciosa rubia de ojos azules agarrada de mi brazo izquierdo. Seguramente estuvimos hablando de fruslerías, pero yo me entusiasmé igualmente, curioseando por la espléndida ciudad y viéndome a mí mismo, un joven ensuciado y ataviado con ropa de viaje, con tan grata compañía.
A media mañana llegamos a un centro comercial y ella me anunció que quería comprarse un vestido de fiesta para estrenarlo esa misma tarde. Allí nos esperaba mi hermana, así que cuando la de los ojos azules se metió en los probadores nos quedamos los dos hermanos a solas, y no sé por qué pero no nos hablamos mucho, apenas nos saludamos. Cuando la mujer de ojos azules salió de los probadores (no tardó mucho) elogié la belleza del vestido, que era beige y largo hasta los tobillos, y nos marchamos de allí despidiéndonos de mi hermana.
La fiesta resultó ser en una catedral gótica, o tal vez era que empezaba con una misa y la verdadera fiesta venía después, seguramente se tratara de una boda o un bautizo. Ella estaba conmigo, con su nuevo vestido beige; y fue un error, pero cogiéndola de la mano me aventuré en el interior de la catedral y me puse a admirar las vidrieras y las altísimas bóvedas que coronaban la nave. Así estaba con la mirada puesta en las alturas cuando de repente me sorprendí de sentir un empujón en un hombro, o tal vez en el costado. Dos energúmenos encorbatados de aproximadamente mi edad me increpaban con insultos y me zarandeaban violentamente: vete a la mierda, hijo de puta; lárgate de aquí, perroflauta; vete con tu 15-M de los cojones a molestar a otra parte. Para ser tan devotos sois un poco agresivos, les decía yo, fijándome en que llevaban al cuello un colgante con un pequeño crucifijo de madera. Mis palabras me costaron el primer golpe en la cara. No pude por menos de defenderme, y al instante estaba enredado en una batahola de puñetazos y patadas con dos cristianos fundamentalistas.
Sintiendo en la espalda el peso de todas las miradas, incluyendo la de mi acompañante de ojos azules, salí por las puertas de la catedral con un pómulo rajado, trastabillando con las losas sueltas, sin hallar mucho consuelo en la idea de que al menos mis adversarios habían salido peor parados que yo. Me topé justo afuera con un montón de cámaras de televisión y fotógrafos de la prensa, y algún periodista me puso un micrófono en la boca. Declaré que todo lo hice en defensa propia y traté de salir de allí lo antes posible, demasiado aturdido para darme cuenta de que me había dejado la mochila dentro de la iglesia.
Vagué por calles angostas con las últimas luces de la tarde, como un perro callejero o un fugitivo. Ya era de noche cuando mis pasos dieron con un camino de terracería que llevaba hasta el mar. La luna llena y algunas escasas farolas me iluminaron un litoral todo lleno de enormes rocas que se extendían a lo largo y ancho del paisaje, para finalmente adentrarse a lo lejos en el océano, en cuyo fondo quedaban sumergidas. Se me acercó quien debía de ser la única alma viviente por aquellos parajes, alguien que pareció reconocerme, un hombre calvo y alto vestido con un impermeable gris que dijo haber presenciado la reyerta de la catedral esa tarde.
—Los cristianos de ahora —me dijo— son como los que mataron a Hipatia, no sé si habrás visto la película de Amenábar. Se lían con la lógica más elemental, serían capaces de negar la evidencia más aplastante: que cuando una piedra es arrojada al mar trazará siempre una parábola antes de zambullirse.
Tomé un palo del suelo, y tuve ganas de lanzarlo más allá del horizonte, más allá de la atmósfera, y que orbitase alrededor de la Tierra como una luna indefinidamente. Pero no lo conseguí, y creo que le di de lleno en la cabeza a un faraón egipcio, porque en un santiamén teníamos el del impermeable y yo a todo un ejército de soldados y dioses del Antiguo Egipto pisándonos los talones, como si fuéramos esclavos judíos cruzando el mar Rojo. Pensé en esconderme tras alguna de aquellas rocas de la costa, pero vi tan numeroso al ejército tras de mí, que pensé que bien era posible que hubiese al menos un guerrero por cada roca, y en tal caso a la larga darían conmigo y con el hombre del impermeable para irremisiblemente llevarnos al circo a que nos devoraran los leones. Mi segundo pensamiento, en mitad de aquel éxodo bíblico, fue que aquella determinación de arrojarnos a los leones (como a dos cristianos) habría sido más propia de los romanos que de los egipcios, quienes más probablemente nos condenarían a trabajos forzados en el solar de una pirámide, o nos encerrarían hasta morir de inanición en el fondo de un templo, cuando no nos ensartarían allí mismo por haber tenido la mala fortuna de acertarle con un palo al Faraón en su desnuda cabeza.
No sé qué fue del hombre del impermeable, lo perdí de vista en algún momento de la huida, pero el destino tuvo piedad de mí, y emulando a Moisés dejé atrás a los egipcios al llegar a las tierras de Arabia, donde ya había amanecido un nuevo día. Puesto que había perdido mi mochila y con ella todas mis pertenencias, me encaminé al bazar para hacerme con lo necesario para mi subsistencia. Quería buscar alimento y ropa, pero acabé buscándola a ella, a la mujer rubia de ojos azules, y pregunté por su paradero en cada una de las tiendas del bazar sin encontrar una sola pista. En una librería, una dependienta muy atractiva me dijo que no podía ayudarme con mi búsqueda, pero que tenía un libro reservado para mí en la rebotica. Salió con lo que me pareció un extraño paquete de tabaco, que resultó ser un diminuto ejemplar de bolsillo de una obra titulada Anacrusa. Un cliente que estaba a mi derecha me dijo que él no había leído el libro, pero que igualmente me animaba a comprarlo, que aquella librera siempre acertaba asignando lecturas a los demás.
—A mí me dio a leer uno de un filósofo alemán. No sé qué de Zaratustra.
—¿Así habló Zaratustra? —le pregunté.
—Ese mismo.
—El que yo te ofrezco —intervino la librera— está escrito no por Nietzsche, sino por el propio Zoroastro o Zaratustra.
Me fijé en la cubierta minúscula de aquel libro. Representaba la figura de un hombre desnudo cuya piel era color celeste, parecía un pitufo muy humano. Lo compré y salí de la tienda.
Supe que había sido una estupidez preguntar por la mujer de ojos azules en un bazar de la lejana Arabia, así que decidí volver a la ciudad donde la había encontrado la mañana anterior, con la esperanza de que los egipcios no me buscaran en la misma boca del lobo. Llegué al litoral rocoso donde se inició mi éxodo, vagué por las mismas calles angostas a la luz del día tratando de pasar desapercibido entre el gentío. Oí que en una cabina sonaba el teléfono y corrí a descolgarlo.
—La lógica es propia del mundo tangible —dijo una voz desconocida, no supe si de hombre o de mujer, al otro lado del auricular—. Quienes hablan y piensan con la lógica nunca trascienden sus fronteras. Pero si buscas respuestas las encontrarás en las miradas de la gente.
—¿Con quién hablo?
Clic.
Salí de la cabina meditabundo y entré en una casa donde cuatro jóvenes estudiantes, todos varones, estaban tratando de resolver un puzle o un rompecabezas. Se trataba de formar un cuadrado perfecto utilizando todas y cada una de las piezas del rompecabezas: triángulos de varios tamaños, un trapezoide… En poco tiempo lo tuvimos listo entre los cinco, y pusimos nuestras firmas en la cara posterior. Eran chicos simpáticos y conocían a la mujer de ojos azules. Me dijeron que era una mujer tan difícil de conquistar que parecía lesbiana o asexual, que todos ellos lo habían intentado sin conseguirlo y que jamás se la había visto con un novio. Me recomendaron que la olvidara.
Me despedí y deambulé nuevamente por aquellas calles abarrotadas, y estuve fijándome en las miradas de la gente tal y como había sugerido la voz del teléfono, y algunos transeúntes me devolvían la mirada extrañados, pero otros iban cabizbajos o despistados con sus asuntos. Iba yo pensando que quizá fuera cierto que existía otro mundo más allá de lo tangible, pero que no era en absoluto como todos habían imaginado.

17 de agosto de 2011

Si sigues al viento, arena esparcida,
si la cuerda que te abraza es vencida,
píntame una estela.
Si sigues al viento, barco de vela.

Pintame una estela, si ahora te borras,
para que así me oriente y la recorra.
O prende una hoguera,
si ahora te borras, si no me esperas.

Prende una hoguera, pero no me quemes
el cuerpo, haciendo lo que el alma teme.
Si vas con el viento
como arena, barco, fuego y aliento.

No temas a las sombras
si el aire te lleva como a una leve cometa,
si vas con tu cola de luz a alumbrar los planetas,
que mi sangre riega el suelo y la noche se agrieta,
que liberadas de sus cárceles ya vuelan
mis alas, detrás de tu estela.

15 de agosto de 2011

Tengo huracanes que ululan en sueños
cuando duermen en el lecho de tus pupilas,
y una llave de plata perdida en la sima
que se abre en los yermos páramos de mi tiempo.

También raíces que clavan mis manos
a un madero en cruz que se dibuja en tu vientre,
y una sonrisa de Cheshire en las paredes
del ataúd con los otoños que he olvidado.

Faros que no me alumbraron tu orilla
proyectan una sombra en el mar aledaño,
donde en su bote de poesía va a la deriva

la voz que se apaga contra un viento salado,
la palabra que late en la insidiosa herida:
el verso que cual grito ha de morir ahogado.

24 de junio de 2011

que estamos hechos de polvo viejo de inanición,
extravagante espectáculo de jarrones rotos y ferrocarriles
que se desdoblan con el calor de fraguas hostiles;
que escuchamos lejos los cantos huidizos de tibios faros
que pisan escarcha en medio de un arsenal que rezuma sangre
que rezuma pus y olor a jarabe de opio adulterado,
que vendemos metálicos vasos de tinta china
y los vertemos en fangosas escaleras de caracol
que llevan hasta paraísos y dioses de papel de periódico quemado,
que obstinados nos hundimos en ruidosos tarros de abejas
zumbando descoloridas y furiosas en las esquinas
mientras paramos un taxi con los pies embarrados,
que acuchillamos y asesinamos la carne de buzones obesos
que nos miran con ojos trémulos y grasientos por tanta venganza
impresa en acuses de recibo y tarjetas hechas con nuestras alas,
que encadenamos a los postes de luz de las carreteras
a los perros callejeros que beben el sudor de un saxofonista ebrio
que aúlla en el arrabal al oír tras de sí los pasos que lo persiguen,
que hacemos rondas tras la sombra de los serenos y los lavabos
pulidos con marfil y lágrimas viscosas de color azul
y de desquiciados alaridos de sed y de convulsiones febriles,
que engullimos a las estrellas iconoclastas que vomitan tarántulas
en máquinas de escribir con la concienzuda incoherencia
que exhiben los gatunos profetas en un éxtasis maníaco,
que acomplejados de nuestras manos andamos incendiando parques
y sumándonos a la fila india de linternas anónimas y sin rumbo
bajo cielos rojos y violetas arañados por los pararrayos,
que con diabólica convicción nos entregamos a tahúres
que en campos de concentración nos ocultan hedientas vísceras
tras biombos de filigrana y de seda y de cabello humano.

4 de junio de 2011

Silencio

Qué trabas y alegrías
te habrán puesto estos años,
qué monstruos encaró tu rebeldía,
cuánta sangre costó cada peldaño,
qué fuegos han lamido tus entrañas,
y cuántas verdades y héroes cayeron
despeñados por sus propias montañas.
Qué traidores te besaron primero,
cuántos buques viejos no te esperaron;
o qué ausencia dejaste en cada muelle
para andar sin estrellas y sin faros
cuestionando guiones, roles y leyes.
Y cuántas veces fue el tiempo a llevarte,
describiendo sus círculos y rectas,
por cada página y punto y aparte
de la vida como la obra imperfecta.
Y cuántas veces te viste privado
de aquel sol que tocaste con el dedo
que estalló como un foco apedreado
que apaga la calle y enciende el miedo:

miedo al incendio que todo lo quema,
al silencio que desvela el tictac
tejiendo su mortal estratagema,
para que venga vestido de frac,
con sus propias manos a darte caza,
el último guerrero que te trate,
la última herida que te hagan las lanzas,
una jugada para jaque mate.
Has visto los hilos del bien y el mal
enredarse en las fauces de este mundo,
y en tus huesos sopla el aire glacial
que espira por la tarde el moribundo.

18 de mayo de 2011

Soneto 1

Hoy quiero ser un líquido que fluye
como fluye la sangre de mis venas,
disolver al émbolo que me obstruye:
el miedo, los prejuicios y las penas.

Hoy quiero borrar la férrea cuadrícula
que me dicta endecasílabo el verso.
No quiero ser invierno ni canícula,
ni uno ni dos, ni palma ni reverso.

Quiero ser el remolino en la espuma,
un castillo de arena, una hoja seca,
un pegote de tinta en esta pluma,

una emoción en lugar de una mueca,
el sueño que se teje con la bruma.
Quiero arrancarle el pelo a tu muñ… romper tu maldito soneto.

5 de mayo de 2011

El lenguaje se me desfigura cuando quiero ir más allá de la dimensión lógica y sensorial, porque los seres humanos no hemos inventado todavía esas otras palabras precisas. Aún nos falta el diccionario, el vocabulario de lo que se ha llamado "inefable"; y recurrimos a comparaciones, pintamos imágenes inconexas, recurrimos a recuerdos, jugamos con la sonoridad de las palabras, con colores, con notas musicales... Tratamos de aprehender el lado de allá con las herramientas del lado de acá, el lado de las cosas que tienen nombre; y a ese intento lo llamamos poesía, música, teatro, cine o arte.

13 de marzo de 2011

Ritmo

Un cristal frágil se ha roto.
El volcán se despertó,
la tierra tembló con un grito.
El humo negro cubrió el cielo azul,
el fuego pintó de rojo el bosque y la hierba.

El animal salvaje respira al compás.
Inspira y el aire se contrae,
espira y el aire reposa.
Y el corazón que va detrás del péndulo:
ahora la sístole, y el mundo expectante;
ahora la diástole, y el mundo se duerme.

El mar.
Viene la ola y se llena de su ímpetu.
La ola se rompe y vuelta a empezar.
Otro pulso contra la orilla,
otra violenta bofetada de agua,
agua que vuela y se pierde en el viento.

Y de repente ya no hay nada.
Un instante congelado.
El péndulo alcanza el extremo
de la curva que dibuja.
Un instante justo antes de desandar,
un instante hasta el latido subsiguiente,
un instante de apnea.
El suicida hace equilibrio en la cornisa,
una rama seca se dobla con el viento.

Un gatillo se va tensando en la mano del hombre.

19 de febrero de 2011

El noctámbulo

Bastaba salir de noche y dejarse caer por las calles vacías siguiendo las tenues señales que le susurraba el instinto, para que lo invadiera como un júbilo inexplicable, un alivio igual al que podría sentir si lograra silenciar al mundo con un dedo en los labios, o si apedreara una bombilla demasiado luminosa. En apariencia, su paseo era más bien una deriva; era fácil suponerlo sin norte entre las farolas, dando repentinamente una media vuelta para desandar lo andado, tomando el puente que acababa de llevarlo a esta orilla, torciendo dos veces la misma esquina para sonriéndose volver a pisar el mismo pequeño charco de orines; era natural tomarlo por demente cuando se quedaba mirando al cielo y se iba tropezando con los bordillos, o si salía corriendo sin motivo a toda velocidad y se paraba a continuación un largo rato para ponerse a trazar círculos en la acera con la punta del pie; quizá su paseo pareciese no tener el menor sentido, pero en realidad todo no era sino un ejercicio de terca y radical libertad. Alejado de todo, practicaba lo que tomaba por un espléndido y meritorio arte: el de saber escuchar las voces de su voluntad para obedecerlas categóricamente, y así convertir su paseo en poco menos que un cuadro abstracto o una improvisación de jazz. Y cuanto más ocurrente y original fuese la siguiente determinación en su paseo, tanto más se felicitaba a sí mismo por su ingenio.

11 de febrero de 2011

Tú con las nubes

Dijeron ayer que llegaste
de la mano de las lluvias de mayo,
que ibas en busca de un contraste,
un claro en las nubes grises, un rayo
de mil luciérnagas volando
sobre los nenúfares, cuando
te arrullan los grillos entre los tallos.
Y con la melena calada,
con ojos como pozos de deseos,
llegaste pero no vi nada
con mis gríngolas y esposas de reo.
Y ahora en esta yerma mente
consigue arraigar tu simiente,
y brotan palabras y hojas de té.
Tú con esas lluvias de mayo,
yo con mis anteojeras de caballo,
aquella vez que te encontré.

Contaron ayer que escuchabas
con la candidez de los forasteros,
y te querían como esclava
un perro apuesto y un hombre faldero.
Con tu mirada de vidente
te anticipaste a la corriente
para que no se hundiera tu velero.
Y te fuiste por los meandros,
mecida por el río de otras manos,
como Hermia con su Lisandro.
El sueño de una noche de verano
se extendió por otras quinientas.
Quizá es que te encontré contenta,
o fue que me olvidé de ti.
Siempre tú y tu intuición profética,
yo y mi maldita lógica aritmética,
cuando esa vez te conocí.

Dicen que das con mi portal,
ahora que se agrietan mis espejos,
con una aurora boreal
y aquel fuego fatuo del bosque viejo
que huyó contigo en la ribera,
que me dejó en sombra y ceguera,
y que ahora alumbra con un reflejo
un par de cuentas de cristal
temblando sobre tu brocal.
Quizá es que otra vez llueve afuera
y es la primera vez que nos miramos.
Si no hay direcciones certeras,
si vamos a atender este reclamo,
si me arrullan los grillos a tu vera,
si nos despertamos muertos de frío,
tú con tus sueños y yo con los míos,
dime esta vez qué nos espera.

9 de febrero de 2011

El ave y el árbol

Vino a guarecerse bajo las ramas
del árbol más frondoso que encontró:
“Protégeme del furioso ciclón,
abre la puerta que conduce a tu alma”.
Él quiso tender su leñosa mano,
y la abrigó entre hojas de árbol anciano.

El ave quiso saber, y escuchó
su murmullo, y se bebió los licores
de madera mojada, hierba y flores.
Ella habló del mar que sobrevoló,
de cada desierto, montaña y prado:
“No descansé hasta que te hube encontrado”.

Duró el temporal lo que media vida.
Se agitaba el mundo pero encontraron
cobijo en burbujas de cristal claro,
y los dos olvidaron la salida,
y una lumbre frágil tembló en su intento
de aguantar la acometida del viento.

Querían ser un cuadro en lugar de un drama,
existir como las cosas inertes
que con la belleza huyen de la muerte,
rebelarse a las estrellas que exclaman
adioses en su veloz estampida,
que hiela y que deja piel hendida.

Pero al amanecer llegó el invierno,
estalló la pompa y ella voló,
se llevó los colores y lloró
por dejar al árbol en un averno,
donde aún espera un final de la historia
en que regrese el ave migratoria
con otro ciclón debajo del ala,
y cálida se lleve la blancura
depositada en lo que fue espesura.
Caen hojas como lágrimas resbalan,
Sin ella el bosque, herido por la nada,
será siempre una planicie nevada.

3 de enero de 2011

Miro hacia atrás, hacia los años, lejos,
y se me ahonda tanta perspectiva
que del confín apenas sigue viva
la vaga imagen sobre mis espejos.

Aún vuelan, sin embargo, los vencejos
en torno de unas torres, y allá arriba
persiste mi niñez contemplativa.
Ya son buen vino mis viñedos viejos.

Fortuna adversa o próspera no auguro.
Por ahora me ahínco en mi presente,
y aunque sé lo que sé, mi afán no taso.

Ante los ojos, mientras, el futuro
se me adelgaza delicadamente,
más difícil, más frágil, más escaso.

Jorge Guillén