12 de julio de 2010

Brooklyn

Pero cuando me hablas habrás de saber que tu voz tiene que abrirse camino en un concierto multitudinario que resuena en mí. Repentinamente me miras, y el coro se apacigua para dejarte hacer tu soliloquio, your thing, y asumes un momento el peso de la obra que ahora se decide a acompañarte, a tenderte unos acordes sobre los que navegar libremente. Cada uno de tus susurros llega montado sobre una ola de mis pensamientos: por qué otra vez me miras de esa manera, qué te lleva a hablarme de esto ahora, quieres que vuelva a acordarme de las mismas cosas en que tú pensabas hace un rato acodada en la vereda, esas imágenes comunes que ya van siendo frágiles y pesadas y queremos rescatar, pero que ya se están borrando para mi escándalo. Pero cómo puede borrarse un rostro si antes era como una fotografía preciosa que guardábamos celosamente detrás de los ojos, cómo puede algo desaparecer tan sencillamente si por lógica nada cambia y todo es tan perpetuo como el álgebra o la gravedad —yo siempre te hablaba con la lógica de los ojos cerrados, pero también era verdad lo que decías cuando, en un arrebato de empirismo, me señalabas una cana y me contabas aquello de que nunca se bebe dos veces del mismo río, que si Heráclito, que si una noria…—, y cómo puede ser que nos hayamos quedado así con los pies pegados al suelo y oteando el horizonte, murmurando lo de que allí sigue el tren cada vez más lejos, lo de que aún se ve un poco el humo de la locomotora que tiraba de nuestra vida de antes. Sigues hablando y me alcanzas un poco de ese humo, y también la certeza de que en aquel entonces nunca me hablabas así, o sólo lo hacías por escrito para que no se dijera, pues qué férreas se hacían las cadenas de la gente que nos miraba en una época en que siempre le dábamos importancia a todo, cómo nos habían anquilosado con torpes indicaciones de “cómo se ha de vivir”, qué frío era aquel hielo que nos había petrificado a cada uno en un lado de la ciudad; y yo maldiciendo los tejados que se contaban hasta el tuyo, conviviendo con posos de café y papeles fastidiosos, cada vez más papeles que estudiábamos callados en nuestros cuartos todo el tiempo mientras se amontonaban y nos sometían; y eso era la responsabilidad: pensar en esos papeles en lugar de pensar en que te había encontrado muy callada esa mañana, o en lugar de escribirte. Por supuesto que lo hacía de todos modos con incansable apego, porque furtivamente tu nombre se colaba entre esos papeles y entre mi ropa y me hacía perder el hilo de todo. Yo entonces estaba como ido, me planteaba un rompecabezas recurrente cuyas piezas iban transformándose cada vez que me aproximaba a una solución, y esta solución unas veces consistía en la imagen de tus pasos bajando las escaleras para recibirme, pero otras veces era que te reías con algo que yo no podía ver y te perdía la pista.
Mucho después un gigante se armó de un colosal pico para hacer volar en pedazos nuestra vieja conocida torre de Babel, y entonces empezamos a hablar el mismo idioma, y ahora ya sí, ya puedes mirarme y hablarme porque por fin nos hemos entendido, por fin la orquesta ha elegido el mismo tono que tus palabras, y creo que a eso lo llaman armonía, y creo que en algún momento tuvimos que intuir que en eso estaba la belleza. Pero fíjate cómo vuelvo con la música otra vez, siempre tocábamos el mismo tema, siempre la música, siempre Brooklyn, siempre los libros y siempre las películas, siempre todas las distracciones posibles para que no hablaras de ti misma o de si todo aquello estaba bien, de si nos gustaba estar apenas rozándonos con la punta de los dedos mientras algo intentaba alejarnos a rastras. Me exasperaba ese diálogo de vecinos que coinciden en el ascensor, ese saludo impersonal como de ejecutivos de chaqueta y corbata, esas fórmulas para calzarnos dentro de lo corriente; la sangre se me helaba y tenía que alejarme y dedicarme a otros asuntos con la cabeza gacha y pensando: de qué ha servido tanto rompecabezas, no sé escudriñar en tus gestos, no puedo leerte entre líneas, no sirve de nada este terco insomnio si no voy a dar con la frase que me falta esta noche. Después, un día cualquiera, me topaba con tu firma en el buzón y comprobaba que estaba como mojada, y a una centena de tejados de distancia era como verte despertar de un mal sueño con el corazón acelerado y buscándome en la sombra, comprobando a tientas que yo seguía allí para que me hablaras; y había que enjugarte la frente para que te durmieras, y repetirte lo que leíste un día que te había parecido tan hermoso: aquello de que volabas a tal altura en tu avioneta que incluso llegabas a mirar las estrellas por debajo de ti. Sin duda te habrás acordado de eso antes en la vereda cuando me señalabas las constelaciones, y también ahora cuando te pido que continúes, ahora que has querido devolverme aquel humo del horizonte, esta fotografía que para mi escándalo se está borrando detrás de los ojos con lentitud e inexorablemente.