4 de octubre de 2010

Opiniones enfrentadas

Parece que para convertir a alguien en un enemigo, basta con que le llevemos la contraria. Hoy parece que nadie tolera nunca opiniones enfrentadas, a los oradores se les dispara enseguida una alarma en el cerebro, se revuelven en sus asientos y balbucean argumentos miles hasta que su público queda hastiado y se esfuma y se quedan ellos rumiando con la mente las mismas explicaciones que han caído en saco roto. Es frecuente que pierdan los papeles, como si a los seres humanos nos hubiera quedado como un reflejo, una respuesta estereotipada y automática por la cual percibimos como enemigo a todo aquel que nos contradiga, y se interpreta que es una amenaza o afrenta no ya toda réplica que los ponga en entredicho, sino cualquier matiz que se quiera aportar a un discurso casual. No, no se puede estar en desacuerdo con nadie sin ponerlo nervioso y aun iracundo, hay que andar con pies de plomo, como si las opiniones fueran armas o insultos que se nos puedan escapar, como si fuese de mal gusto tener el criterio contrario o sólo diferente y tuviera uno que guardárselo siempre para no ser visto como un bronco agitador. Por supuesto que también los hay de este tipo: gente que encuentra el más alto placer despreciando y ridiculizando a cuantos oyen para calmar sus crueles ansias de dominación y sentir cómo sus iguales se vuelven corderos sometidos, personas con un gusto morboso por la discusión vehemente (que nunca se permiten “perder”, tal es su vanidad), gente que es incapaz de contenerse y no transformar cualquier debate en un acalorado enfrentamiento en el que ya nadie escucha nada ni quiere llegar ya a ningún acuerdo ni conclusión, en el que sólo cuenta quién tiene la última palabra y quién se impone a quién. Es la misma intolerancia, el mismo germen violento, aquí sí se detecta la intención gratuitamente provocadora. El relativismo que nos ha infectado lo reduce todo a una lucha de titanes inamovibles, donde el único logro posible es acabar la discusión sin haber reconocido al interlocutor ni la más mínima y evidente de las afirmaciones, habiendo sido lo más despreciativos y lo más sordos y tercos que se pueda. Llegados a este punto, he visto que muchos optan por guardar un silencio indefinido, todo lo conceden, y hacen como si estuvieran en misa asintiendo con la cabeza ante el sermón del cura. Parece que no les queda otra opción a estos hombres de paz, pero qué triste es que ya no podamos hablar de nada sin desatar la cólera visceral o sin provocar a algún fanático. Sólo es hablar, pero hablando ya no se entiende la gente, parece que estuviéramos en el Congreso, los políticos han debido de transmitirnos esa enfermedad de sofistas (pero en política son las reglas del juego, nadie pretende moverse de su sitio, lo cual hace que toda argumentación se vuelva inútil). O quizá es que nunca un pueblo estuvo mejor representado como lo está por los diputados, y seguimos viviendo como en los años treinta, hablando como si al hablar nos hiciéramos de nuevo la guerra fraticida.