22 de octubre de 2011

—¿Qué opinas?
—Que puede que haya en ella un conflicto. Creo que tiene muchas ganas de sentirse diferente, pero en el fondo no sabe muy bien cómo ha de ser ella, a la hora de la verdad está totalmente perdida. Y claro, desdeña a veces los estereotipos de la feminidad, porque siente fuertemente que en eso no puede consistir su persona, que tiene que ser otra cosa. Pero después, cuando no sabe con qué llenar ese hueco, sucumbe a la presión social y termina cediendo y siendo como la sociedad le pide que sea. La gente percibe este conflicto, y por eso en ella todo parece tan antinatural, tan forzado o fingido, y eso nos causa rechazo. En cambio, tú te sientes muy cómoda dentro de la forma de ser y de vivir que has elegido, porque inexplicablemente apenas te la cuestionas; y aparentas una fuerte serenidad y seguridad en ti misma; vives en un acuerdo categórico con tu propio ser, y eso a los demás nos resulta fascinante. Aun así, tampoco creo que seas tan cristalina. A veces sí que puedes ser contradictoria, y hasta desconcertante.

14 de octubre de 2011

Se acomodaba en aquel sillón que tenía pegado a la ventana, y allí se pasaba horas observando y anotando todo lo que sucedía afuera, sin apenas mirar la libreta. Trataba de registrarlo todo con suma obstinación: el vuelo de los pájaros, la forma de aquella nube, el color y marca de cada coche que pasaba por su calle, el aspecto y vestimenta de cada transeúnte, los detalles de la acera, los círculos que la hojarasca trazaba cuando soplaba el viento. La tarea lo agotaba, pero trabajaba sin descanso porque no quería dejar escapar nada. Si el día era tranquilo, entonces podía concentrarse más en los detalles y escribir con mayor precisión. Si el mundo un día lo ametrallara con una manifestación, por ejemplo, no podría dar abasto y se sentiría frustrado. Con suerte sólo podría conseguir contar el número de personas que se reunieron para caminar y gritar, pero nunca estaría seguro de haber contado bien, no tendría tiempo para anotar el contenido de cada pancarta ni las veces que cada una de las personas gritó o tocó su silbato.
Pero por suerte vivía en un barrio tranquilo y aún no se había topado con algo así. Su casa era una de esas con un jardín muy pequeño, situada entre muchas otras casi idénticas. En conjunto, las casas conformaban un bosque cuadriculado y homogéneo que se extendía hasta donde llegaba su corta mirada desde la ventana. Como no podía permitirse alejarse de la casa, todo lo básico lo tenía muy a mano, y pagaba a un jovencito para que le comprara alimentos en el ultramarino. Si precisaba de algo más sofisticado que una barra de pan o algo de fruta, lo encargaba a domicilio. Había aprendido a vivir como un anacoreta, evitando siempre cualquier tarea que le supusiera perder la vigilancia de la calle. Había instalado el inodoro al lado de la ventana, cuidándose de que no se viera desde fuera. Una vez al día se daba unos minutos para archivar los datos de la jornada a toda velocidad. Se había acostumbrado a dormir muy poco, imponiéndose un régimen estricto por el cual recortaba progresivamente las horas que debía dormir. Los vecinos sospechaban que tenía agorafobia, y que por eso se enclaustraba mirando por su ventana aquella calle que no pisaría salvo por extrema necesidad. A él le gustaba pensar que observaba la calle como un científico o un documentalista, registrando sin intervenir ni alterar nada; buscando la verdad por la verdad, y por eso trataba de que no se le viera desde fuera. Cualquiera de la calle cambiaría su comportamiento si se sintiera observado. Debía ser un ojo invisible si no quería falsear sus datos.
Aquella vez, cuando llegó la noche, no pudo echarse esa breve cabezada en que se había transformado su sueño diario poco a poco. Aunque estaba agotado, no pudo resistir la tentación de seguir describiendo el murmullo del viento y el repiqueteo de la lluvia sobre los tejados. Por fortuna no tronaba, pero se iba fijando en otros detalles del espectáculo que era la tormenta. Era fascinante ver cómo iban creciendo los charcos mientras un incansable chorro de agua caía sobre ellos e iba formando en sus superficies una suerte de bultos puntiagudos y socavones y ondas que duraban un instante, se mezclaban y cambiaban de forma. Después el viento arrancaba de aquella superficie fluida un millón de gotas que volaban y se confundían en la oscuridad, o bien reflejaban la luz blanca de las farolas como si fueran un puñado de diamantes que se arrojan. Se emocionó de ver todo aquello y no pudo cerrar los ojos ni pensar en nada más. El corazón le latía con fuerza y no paraba de escribir, llenando una página tras otra con nerviosa caligrafía. La noche duró para siempre, que no la tormenta, porque la muerte vino a llevárselo en aquel momento, sin duda el más glorioso y bello de su corta existencia. Dejaba tras de sí una montaña de manuscritos sin interés alguno para nadie, una unifamiliar que se puso en venta, y la indiferencia de aquel mundo que trataba de aprehender a toda costa y que se olvidó pronto de que había existido alguien como él.