29 de noviembre de 2010

Una rara y hereditaria condición

Nosotros, casi siempre respetuosos con las normas que nos vamos imponiendo continuamente —convencionalismos la mayoría, unas costumbres sociales sin base lógica suficiente—, sufrimos en raras ocasiones como un impulso de súbita rebeldía que nos obliga a hacer algo levemente anómalo, casi siempre para estupefacción de los presentes, que suelen ser conocidos que nos tienen por gente de intachables rectitud y sentido del decoro (y nos ven así gracias a que, como digo, los episodios son infrecuentes, o lo son por lo pronto). No me refiero a que cometamos infracciones o delitos, hasta la fecha ningún miembro de mi familia ha tenido roces con la ley, hablo de alguna excentricidad que, aunque pueda resultar intolerable en medio de un entorno de formalidad, no conlleva grandes repercusiones, quizá solamente que tengamos que cambiar de vida o de contactos para no empañar nuestra cuidada imagen. Uno de los más notorios fue el caso de mi tío Ernesto, un prestigioso doctor en Historia Europea por la Universidad de Berlín, que estando un día dando una conferencia en Londres a la que asistió el señor Primer Ministro, no pudo evitar la tentación de decir su discurso dándole la espalda al respetado público durante toda la hora y media que duró, estando por lo demás impecable. No tuvo manera de explicarse después, no logró convencer a nadie de que si estuvo todo el rato hablándole a una pared y a unos cuadros no fue por capricho ni por mala educación sino por imposición de alguna maldición interior; así que todos lo tomaron por una afrenta, y la anécdota se publicó en los diarios con toda clase de conjeturas sobre una supuesta aprensión de mi tío hacia el país, el Ministro y hasta a la Corona con toda su casta al completo, cuando no lo ponían de loco de atar. O también el caso de mi hermana menor Cristina, que ahora escribe cuentos y poemas infantiles, y ha logrado romper con su editorial y con todos los lectores al aparecer vestida con un atuendo de sadomasoquista en una firma de libros en que debió leer cuentos y hacerse fotos con los niños de todos los indignados asistentes. Nadie comprende cómo pudo ser que mi hermana hiciera añicos de ese modo la confianza de la gente, mi hermana la encantadora y educada, una dama de pies a cabeza vestida así con apenas tres palmos de cuero negro delante de los niños y tan gratuitamente, ni ella misma se lo explica ni ninguno de la familia, como tampoco nos explicamos ningún otro capítulo impredecible de nuestras vidas, tan desdichadas a veces por culpa de este mal. No hay en nosotros ninguna intención, podría jurar que mi tío se moría por dentro durante aquella fatídica conferencia, podría poner la mano en el fuego y decir que Cristina estaba horrorizada de verse entrar en aquella tienda para hacerse con lencería erótica y un látigo. Es inevitable, de pronto la idea aparece en la mente como una obsesión y allí echa raíces, cualquier intento de evadir el plan es inútil, nos volvemos unos autómatas llenos de ingenio para una trasgresión que no está en nuestra personalidad y que nos llena de angustia. Yo temo por mí mismo, temo que un día me levante por la mañana con Dios sabe qué idea descabellada que ponga en riesgo a todo el equipo de bomberos del que soy jefe. Dígame qué puedo hacer, doctor, si existe alguna medida, una terapia, unas pastillas, electroshock, me someto a lo que sea. No me puedo permitir esta incertidumbre, no puede pasar que mañana me dé por inundar... qué sé yo… el Palacio de Congresos, por ejemplo. Inundar el Congreso, inundarlo, inundar el Congreso, ¿me entiende? No puedo irme mañana a inundar el Congreso con agua a presión, con todos los diputados durante un pleno, y llenarlo todo de agua y mojarlos a todos, hasta que no quede seco ni un romano, ponerlos a todos hasta el culo de agua, ¡hasta el culo de agua, doctor! El Congreso, sí, inundar…

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