19 de febrero de 2011

El noctámbulo

Bastaba salir de noche y dejarse caer por las calles vacías siguiendo las tenues señales que le susurraba el instinto, para que lo invadiera como un júbilo inexplicable, un alivio igual al que podría sentir si lograra silenciar al mundo con un dedo en los labios, o si apedreara una bombilla demasiado luminosa. En apariencia, su paseo era más bien una deriva; era fácil suponerlo sin norte entre las farolas, dando repentinamente una media vuelta para desandar lo andado, tomando el puente que acababa de llevarlo a esta orilla, torciendo dos veces la misma esquina para sonriéndose volver a pisar el mismo pequeño charco de orines; era natural tomarlo por demente cuando se quedaba mirando al cielo y se iba tropezando con los bordillos, o si salía corriendo sin motivo a toda velocidad y se paraba a continuación un largo rato para ponerse a trazar círculos en la acera con la punta del pie; quizá su paseo pareciese no tener el menor sentido, pero en realidad todo no era sino un ejercicio de terca y radical libertad. Alejado de todo, practicaba lo que tomaba por un espléndido y meritorio arte: el de saber escuchar las voces de su voluntad para obedecerlas categóricamente, y así convertir su paseo en poco menos que un cuadro abstracto o una improvisación de jazz. Y cuanto más ocurrente y original fuese la siguiente determinación en su paseo, tanto más se felicitaba a sí mismo por su ingenio.

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