Así como los laicistas propugnan
que el Estado no ha de tener religión alguna —porque no debe tenerla—, nosotros
defendemos fervientemente que el Estado no ha de tener estética. Nosotros
afirmamos que la estética, como la religión y el sexo, pertenece a la esfera
privada; no creemos en los himnos, ni en las banderas, ni en los uniformes, ni
en los cánticos regionales, ni en poetas ni pintores oficiales. Los himnos
oficiales son una mierda horrenda, no por himnos, sino por oficiales. El himno
no es de un país, el himno es de su autor. Si quieres destruir una obra de
arte, encadénala a un Estado y dejará de ser un fin en sí mismo para
convertirse en un mero ornamento, un mero instrumento de sus intereses. Admitimos
a los países y regiones pero en modo alguno admitimos las patrias. La nación
tiene un nombre, pero no tiene identidad; el Estado ha de garantizar nuestro
derecho a la Belleza, pero nunca se hará dueño de una belleza en particular.
Los estados no crean nada, sólo el individuo puede manejar los resortes del
arte, sólo al individuo le pertenece la libertad para crear.
Nosotros
creemos en un arte que no sirva para nada ni sea utilizado como medio para
ninguna causa, buena o mala, nosotros condenamos al arte como moneda de
intercambio o como estandarte del imaginario colectivo. Tampoco ha de ser usado
el arte como medio de propaganda política ni como forma de difusión de ideas
que no son arte en sí mismas.
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