19 de febrero de 2011

El noctámbulo

Bastaba salir de noche y dejarse caer por las calles vacías siguiendo las tenues señales que le susurraba el instinto, para que lo invadiera como un júbilo inexplicable, un alivio igual al que podría sentir si lograra silenciar al mundo con un dedo en los labios, o si apedreara una bombilla demasiado luminosa. En apariencia, su paseo era más bien una deriva; era fácil suponerlo sin norte entre las farolas, dando repentinamente una media vuelta para desandar lo andado, tomando el puente que acababa de llevarlo a esta orilla, torciendo dos veces la misma esquina para sonriéndose volver a pisar el mismo pequeño charco de orines; era natural tomarlo por demente cuando se quedaba mirando al cielo y se iba tropezando con los bordillos, o si salía corriendo sin motivo a toda velocidad y se paraba a continuación un largo rato para ponerse a trazar círculos en la acera con la punta del pie; quizá su paseo pareciese no tener el menor sentido, pero en realidad todo no era sino un ejercicio de terca y radical libertad. Alejado de todo, practicaba lo que tomaba por un espléndido y meritorio arte: el de saber escuchar las voces de su voluntad para obedecerlas categóricamente, y así convertir su paseo en poco menos que un cuadro abstracto o una improvisación de jazz. Y cuanto más ocurrente y original fuese la siguiente determinación en su paseo, tanto más se felicitaba a sí mismo por su ingenio.

11 de febrero de 2011

Tú con las nubes

Dijeron ayer que llegaste
de la mano de las lluvias de mayo,
que ibas en busca de un contraste,
un claro en las nubes grises, un rayo
de mil luciérnagas volando
sobre los nenúfares, cuando
te arrullan los grillos entre los tallos.
Y con la melena calada,
con ojos como pozos de deseos,
llegaste pero no vi nada
con mis gríngolas y esposas de reo.
Y ahora en esta yerma mente
consigue arraigar tu simiente,
y brotan palabras y hojas de té.
Tú con esas lluvias de mayo,
yo con mis anteojeras de caballo,
aquella vez que te encontré.

Contaron ayer que escuchabas
con la candidez de los forasteros,
y te querían como esclava
un perro apuesto y un hombre faldero.
Con tu mirada de vidente
te anticipaste a la corriente
para que no se hundiera tu velero.
Y te fuiste por los meandros,
mecida por el río de otras manos,
como Hermia con su Lisandro.
El sueño de una noche de verano
se extendió por otras quinientas.
Quizá es que te encontré contenta,
o fue que me olvidé de ti.
Siempre tú y tu intuición profética,
yo y mi maldita lógica aritmética,
cuando esa vez te conocí.

Dicen que das con mi portal,
ahora que se agrietan mis espejos,
con una aurora boreal
y aquel fuego fatuo del bosque viejo
que huyó contigo en la ribera,
que me dejó en sombra y ceguera,
y que ahora alumbra con un reflejo
un par de cuentas de cristal
temblando sobre tu brocal.
Quizá es que otra vez llueve afuera
y es la primera vez que nos miramos.
Si no hay direcciones certeras,
si vamos a atender este reclamo,
si me arrullan los grillos a tu vera,
si nos despertamos muertos de frío,
tú con tus sueños y yo con los míos,
dime esta vez qué nos espera.

9 de febrero de 2011

El ave y el árbol

Vino a guarecerse bajo las ramas
del árbol más frondoso que encontró:
“Protégeme del furioso ciclón,
abre la puerta que conduce a tu alma”.
Él quiso tender su leñosa mano,
y la abrigó entre hojas de árbol anciano.

El ave quiso saber, y escuchó
su murmullo, y se bebió los licores
de madera mojada, hierba y flores.
Ella habló del mar que sobrevoló,
de cada desierto, montaña y prado:
“No descansé hasta que te hube encontrado”.

Duró el temporal lo que media vida.
Se agitaba el mundo pero encontraron
cobijo en burbujas de cristal claro,
y los dos olvidaron la salida,
y una lumbre frágil tembló en su intento
de aguantar la acometida del viento.

Querían ser un cuadro en lugar de un drama,
existir como las cosas inertes
que con la belleza huyen de la muerte,
rebelarse a las estrellas que exclaman
adioses en su veloz estampida,
que hiela y que deja piel hendida.

Pero al amanecer llegó el invierno,
estalló la pompa y ella voló,
se llevó los colores y lloró
por dejar al árbol en un averno,
donde aún espera un final de la historia
en que regrese el ave migratoria
con otro ciclón debajo del ala,
y cálida se lleve la blancura
depositada en lo que fue espesura.
Caen hojas como lágrimas resbalan,
Sin ella el bosque, herido por la nada,
será siempre una planicie nevada.