31 de agosto de 2011

Sobre la filosofía

Los conceptos de la vida y del mundo que llamamos filosóficos son producto de dos factores: uno está constituido por los conceptos religiosos y éticos heredados; el otro, por el tipo de investigación que se puede denominar científica, empleando la palabra en su sentido más amplio. Algunos filósofos han diferido ampliamente respecto a la proporción en que esos dos factores entran en su sistema; sin embargo, es la presencia de ambos la que en cierto grado caracteriza a la filosofía.
“Filosofía” es una palabra que se ha empleado de muchas maneras, unas veces en un sentido amplio, otras en uno más restringido. Quiero usarla en sentido muy amplio, tal como intentaré explicar a continuación.
La filosofía, conforme a mi interpretación de la palabra, es algo que se encuentra entre la teología y la ciencia. Como la teología, consiste en especulaciones sobre temas a los que los conocimientos exactos no han podido llegar, pero, como la ciencia, apela más a la razón humana que a una autoridad, sea ésta de tradición o de revelación. Todo conocimiento definido pertenece a la ciencia —así lo afirmaría yo—, y todo dogma, en cuento sobrepasa el conocimiento determinado, pertenece a la teología. Pero entre la teología y la ciencia hay una Tierra de Nadie, expuesta a los ataques de ambos campos: esa Tierra de Nadie es la filosofía. Casi todos los problemas que poseen un máximo interés para los espíritus especulativos no pueden ser resueltos por la ciencia, y las contestaciones de los teólogos ya no nos parecen tan convincentes como en los siglos pasados. ¿Está dividido el mundo en espíritu y materia? Y suponiendo que sea así, ¿qué es espíritu y qué es materia? ¿Está el espíritu sometido a la materia o se encuentra poseído por fuerzas independientes? ¿Tiene el universo unidad o finalidad? ¿Está evolucionando hacia una meta? ¿Existen realmente leyes de la naturaleza, o creemos solamente en ellas por nuestra innata tendencia al orden? ¿Es el hombre lo que le parece al astrónomo, a saber: un minúsculo conjunto de carbono y agua, moviéndose impotentemente en un planeta pequeño y de poca importancia? ¿O es lo que le parece a Hamlet? ¿Acaso las dos cosas a la vez? ¿Existe una manera noble de vivir y otra baja, o son todos los modos de vida meramente fútiles? Si hay un modo de vida noble, ¿en qué consiste, y cómo lo realizaremos? ¿Debe ser eterno lo bueno para merecer una valoración, o vale la pena buscarlo, incluso en el caso de que el universo se moviera inexorablemente hacia la muerte? ¿Existe la sabiduría, o lo que parece tal es solamente un último refinamiento de la locura? Cuestiones como éstas no encuentran contestación en ningún laboratorio. Las teologías han alardeado de dar respuestas, todas demasiado determinadas, pero precisamente su seguridad hace que el espíritu moderno las mire con recelo. El estudio de estos problemas, aunque no alcance sus soluciones, es la misión de la filosofía.
Pero, ¿por qué —se podría preguntar— perder el tiempo en problemas tan insolubles? A esto puede responderse como historiador o como individuo que se enfrenta con el terror de la soledad cósmica.
La contestación del historiador, en la medida en que yo la puedo dar, aparecerá en el transcurso de esta obra. Desde que el hombre ha sido capaz de la especulación libre, sus actos —en muchos aspectos importantes— dependen de sus teorías en cuanto al mundo y a la vida humana, en cuanto al bien y al mal. Esto es tan cierto hoy como en cualquier tiempo anterior. Para comprender una época o una nación, debemos comprender su filosofía, y para eso tenemos que ser filósofos nosotros mismos hasta cierto punto. Hay una conexión causal recíproca. Las circunstancias de las vidas humanas influyen mucho en su filosofía, pero, viceversa, la filosofía determina las circunstancias. Esta acción mutua en el curso de los siglos será el tema de las páginas siguientes.
Sin embargo, hay una contestación más personal. La ciencia nos refiere lo que podemos saber, pero lo que podemos saber es poco, y si olvidamos cuanto nos es imposible saber, nos hacemos insensibles a muchas cosas de máxima importancia. La teología, por otro lado, trae una creencia dogmática, según la cual poseemos conocimientos donde, en realidad, somos ignorantes, y por eso crea una especie de insolencia atrevida respecto al universo. La inseguridad, llena de grandes esperanzas y temores, es dolorosa, pero hay que soportarla si deseamos vivir sin tener que apoyarnos en cuentos de hadas consoladores. Ni se deben olvidar las cuestiones que plantea la filosofía, ni persuadirnos de que hemos encontrado respuestas definitivas a ellas. Enseñar a vivir sin esta seguridad, y sin estar, sin embargo, paralizado por la duda, es acaso el principal bien que la filosofía en nuestra época puede aún proporcionar al que la estudia.

Bertrand Russell

2 comentarios:

  1. Estoy de acuerdo de manera general.

    La verdad es que hay quien se aferra a un dogma social en busca de respuestas, muchas veces por incapacidad de generarlas o simplemente por comodidad. Pero la filosofía sigue siendo una manera de gestionar el pensamiento dogmático pero de manera individual.

    Interesante reflexión.

    Un saludo ;)

    ResponderEliminar
  2. Historia de la filosofía, de Bertrand Russell. Irreverente y sin escrúpulos con ningún filósofo. Aún lo estoy leyendo, pero recomendado queda.

    ResponderEliminar