18 de agosto de 2011

Sueño número 8030

Acababa de llegar a la ciudad con mi pesada mochila a la espalda, y cuál fue mi asombrosa suerte, que antes de que fuera consciente de haberla conocido me vi paseando con una preciosa rubia de ojos azules agarrada de mi brazo izquierdo. Seguramente estuvimos hablando de fruslerías, pero yo me entusiasmé igualmente, curioseando por la espléndida ciudad y viéndome a mí mismo, un joven ensuciado y ataviado con ropa de viaje, con tan grata compañía.
A media mañana llegamos a un centro comercial y ella me anunció que quería comprarse un vestido de fiesta para estrenarlo esa misma tarde. Allí nos esperaba mi hermana, así que cuando la de los ojos azules se metió en los probadores nos quedamos los dos hermanos a solas, y no sé por qué pero no nos hablamos mucho, apenas nos saludamos. Cuando la mujer de ojos azules salió de los probadores (no tardó mucho) elogié la belleza del vestido, que era beige y largo hasta los tobillos, y nos marchamos de allí despidiéndonos de mi hermana.
La fiesta resultó ser en una catedral gótica, o tal vez era que empezaba con una misa y la verdadera fiesta venía después, seguramente se tratara de una boda o un bautizo. Ella estaba conmigo, con su nuevo vestido beige; y fue un error, pero cogiéndola de la mano me aventuré en el interior de la catedral y me puse a admirar las vidrieras y las altísimas bóvedas que coronaban la nave. Así estaba con la mirada puesta en las alturas cuando de repente me sorprendí de sentir un empujón en un hombro, o tal vez en el costado. Dos energúmenos encorbatados de aproximadamente mi edad me increpaban con insultos y me zarandeaban violentamente: vete a la mierda, hijo de puta; lárgate de aquí, perroflauta; vete con tu 15-M de los cojones a molestar a otra parte. Para ser tan devotos sois un poco agresivos, les decía yo, fijándome en que llevaban al cuello un colgante con un pequeño crucifijo de madera. Mis palabras me costaron el primer golpe en la cara. No pude por menos de defenderme, y al instante estaba enredado en una batahola de puñetazos y patadas con dos cristianos fundamentalistas.
Sintiendo en la espalda el peso de todas las miradas, incluyendo la de mi acompañante de ojos azules, salí por las puertas de la catedral con un pómulo rajado, trastabillando con las losas sueltas, sin hallar mucho consuelo en la idea de que al menos mis adversarios habían salido peor parados que yo. Me topé justo afuera con un montón de cámaras de televisión y fotógrafos de la prensa, y algún periodista me puso un micrófono en la boca. Declaré que todo lo hice en defensa propia y traté de salir de allí lo antes posible, demasiado aturdido para darme cuenta de que me había dejado la mochila dentro de la iglesia.
Vagué por calles angostas con las últimas luces de la tarde, como un perro callejero o un fugitivo. Ya era de noche cuando mis pasos dieron con un camino de terracería que llevaba hasta el mar. La luna llena y algunas escasas farolas me iluminaron un litoral todo lleno de enormes rocas que se extendían a lo largo y ancho del paisaje, para finalmente adentrarse a lo lejos en el océano, en cuyo fondo quedaban sumergidas. Se me acercó quien debía de ser la única alma viviente por aquellos parajes, alguien que pareció reconocerme, un hombre calvo y alto vestido con un impermeable gris que dijo haber presenciado la reyerta de la catedral esa tarde.
—Los cristianos de ahora —me dijo— son como los que mataron a Hipatia, no sé si habrás visto la película de Amenábar. Se lían con la lógica más elemental, serían capaces de negar la evidencia más aplastante: que cuando una piedra es arrojada al mar trazará siempre una parábola antes de zambullirse.
Tomé un palo del suelo, y tuve ganas de lanzarlo más allá del horizonte, más allá de la atmósfera, y que orbitase alrededor de la Tierra como una luna indefinidamente. Pero no lo conseguí, y creo que le di de lleno en la cabeza a un faraón egipcio, porque en un santiamén teníamos el del impermeable y yo a todo un ejército de soldados y dioses del Antiguo Egipto pisándonos los talones, como si fuéramos esclavos judíos cruzando el mar Rojo. Pensé en esconderme tras alguna de aquellas rocas de la costa, pero vi tan numeroso al ejército tras de mí, que pensé que bien era posible que hubiese al menos un guerrero por cada roca, y en tal caso a la larga darían conmigo y con el hombre del impermeable para irremisiblemente llevarnos al circo a que nos devoraran los leones. Mi segundo pensamiento, en mitad de aquel éxodo bíblico, fue que aquella determinación de arrojarnos a los leones (como a dos cristianos) habría sido más propia de los romanos que de los egipcios, quienes más probablemente nos condenarían a trabajos forzados en el solar de una pirámide, o nos encerrarían hasta morir de inanición en el fondo de un templo, cuando no nos ensartarían allí mismo por haber tenido la mala fortuna de acertarle con un palo al Faraón en su desnuda cabeza.
No sé qué fue del hombre del impermeable, lo perdí de vista en algún momento de la huida, pero el destino tuvo piedad de mí, y emulando a Moisés dejé atrás a los egipcios al llegar a las tierras de Arabia, donde ya había amanecido un nuevo día. Puesto que había perdido mi mochila y con ella todas mis pertenencias, me encaminé al bazar para hacerme con lo necesario para mi subsistencia. Quería buscar alimento y ropa, pero acabé buscándola a ella, a la mujer rubia de ojos azules, y pregunté por su paradero en cada una de las tiendas del bazar sin encontrar una sola pista. En una librería, una dependienta muy atractiva me dijo que no podía ayudarme con mi búsqueda, pero que tenía un libro reservado para mí en la rebotica. Salió con lo que me pareció un extraño paquete de tabaco, que resultó ser un diminuto ejemplar de bolsillo de una obra titulada Anacrusa. Un cliente que estaba a mi derecha me dijo que él no había leído el libro, pero que igualmente me animaba a comprarlo, que aquella librera siempre acertaba asignando lecturas a los demás.
—A mí me dio a leer uno de un filósofo alemán. No sé qué de Zaratustra.
—¿Así habló Zaratustra? —le pregunté.
—Ese mismo.
—El que yo te ofrezco —intervino la librera— está escrito no por Nietzsche, sino por el propio Zoroastro o Zaratustra.
Me fijé en la cubierta minúscula de aquel libro. Representaba la figura de un hombre desnudo cuya piel era color celeste, parecía un pitufo muy humano. Lo compré y salí de la tienda.
Supe que había sido una estupidez preguntar por la mujer de ojos azules en un bazar de la lejana Arabia, así que decidí volver a la ciudad donde la había encontrado la mañana anterior, con la esperanza de que los egipcios no me buscaran en la misma boca del lobo. Llegué al litoral rocoso donde se inició mi éxodo, vagué por las mismas calles angostas a la luz del día tratando de pasar desapercibido entre el gentío. Oí que en una cabina sonaba el teléfono y corrí a descolgarlo.
—La lógica es propia del mundo tangible —dijo una voz desconocida, no supe si de hombre o de mujer, al otro lado del auricular—. Quienes hablan y piensan con la lógica nunca trascienden sus fronteras. Pero si buscas respuestas las encontrarás en las miradas de la gente.
—¿Con quién hablo?
Clic.
Salí de la cabina meditabundo y entré en una casa donde cuatro jóvenes estudiantes, todos varones, estaban tratando de resolver un puzle o un rompecabezas. Se trataba de formar un cuadrado perfecto utilizando todas y cada una de las piezas del rompecabezas: triángulos de varios tamaños, un trapezoide… En poco tiempo lo tuvimos listo entre los cinco, y pusimos nuestras firmas en la cara posterior. Eran chicos simpáticos y conocían a la mujer de ojos azules. Me dijeron que era una mujer tan difícil de conquistar que parecía lesbiana o asexual, que todos ellos lo habían intentado sin conseguirlo y que jamás se la había visto con un novio. Me recomendaron que la olvidara.
Me despedí y deambulé nuevamente por aquellas calles abarrotadas, y estuve fijándome en las miradas de la gente tal y como había sugerido la voz del teléfono, y algunos transeúntes me devolvían la mirada extrañados, pero otros iban cabizbajos o despistados con sus asuntos. Iba yo pensando que quizá fuera cierto que existía otro mundo más allá de lo tangible, pero que no era en absoluto como todos habían imaginado.

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