15 de noviembre de 2011

Hay una cosa que se llama tiempo, Rocamadour, es como un bicho que anda y anda; acaso sobre nuestra piel, dejando marcas que tan sólo la muerte habrá de borrar, como al resto de nuestro cuerpo. Hay una cosa que está en todos nosotros, una flecha que sólo se dirige hacia delante y que nos atraviesa el pecho cuando volvemos la mirada hacia detrás, hacia el pasado, hacia una estación que se va alejando rápidamente mientras somos llevados por un tren vertiginoso al que no quisimos subirnos. Nosotros preferíamos quedarnos en la estación, en esos lugares donde habíamos enloquecido, donde el mundo era estable o al menos cíclico, donde los días se tejían con algún material precioso que debió de evaporarse sin remedio, donde la juventud bullía y nos sentíamos exultantes y llenos de inocente júbilo, donde imaginábamos todas las diferentes vidas que eran aún posibles, e ingenuos hacíamos planes para un futuro que no llegaría o que sería demasiado diferente de como habíamos aventurado; donde la niñez era un cuento recién relatado y la edad adulta una promesa por cumplir, o la tierra donde mana leche y miel; donde, en fin, aún teníamos expectativas y sueños a la espera de recibirnos mañana.